Tras el fallecimiento
de la reina Victoria en 1901, Gran Bretaña empezó a disfrutar de la vida
alegre. El rey Eduardo Vil fomentó las fiestas, el consumismo y los viajes por
Europa. Los británicos tenían la oportunidad de ponerse al nivel de los
franceses, quienes habían estado disfrutando de la belle époque desde
1870. París era el referente de la moda del mundo occidental y se vanagloriaba
de contar con las casas de costura de Callot Soeurs, Doucet, Drécoll, Worth y
Paquin.
A pesar de este Clima
de apertura, las mujeres tardarían en abandonar el corsé. El cuerpo femenino
se moldeaba en forma de S: busto elevado, caderas hacia atrás, y estómago liso
y plano. En su novela Los eduardianos (1930), Vita Sackville-West
describe así a Lucy, la duquesa: “(…) a esto seguía la tarea de atar los
cordones, empezando por la cintura y apretando poco a poco hacia arriba y hacia
abajo, hasta lograr las proporciones requeridas”. Después llegaron las enaguas,
las medias, los calzones para señora y las almohadillas para acentuar las
caderas.
La tarea de vestirse requería mucho tiempo.
Las mujeres de la buena sociedad no paraban de vestirse y desvestirse: vestidos
de mañana, de tarde y de noche. Para irse de visita por la mañana llevaban
trajes sastre de diseñadores como John Redfern, mientras que los vestidos de
tafetán con enaguas que emitían un provocativo frufrú se reservaban para la
noche. Sólo el vestido de la hora del té, por el que se recuerda a la costurera
lady Duff Gordon, “Lucile”, permitía a las mujeres liberarse del corsé y
retirarse a su tocador. En su novela Chérí (1920), Colette escribió:
“Hoy he tenido un mal día, Rose. (…) Tráeme el delicado vestido de la hora
del té, el nuevo, y la amplia capa bordada. Esta ropa de lana no me deja
respirar.”
El diseñador Paul
Poiret dio cierto respiro a las mujeres que llevaban corsés, corpiños de encaje
y volantes. Tras trabajar como aprendiz con un fabricante de sombrillas y en
las casas de en 1903 abrió su propia tienda en París. Él y la casa de modas de
Paquin introdujeron el estilo imperio británico y una silueta más fluida. El
talle subió hasta debajo del busto y una
falda suavemente drapeada caía recta hacia abajo. Los rígidos corsés de
ballena se sustituyeron por corsés ceñidos más flexibles que apretaban las
caderas y liberaban el busto. Poiret, inspirado en los vestidos orientales, con
intensos colores fovistas, adoptó un estilo atrevido y teatral. Empezó por las
túnicas ligeras, los pantalones de estilo oriental, los quimonos, los turbantes
y las largas plumas para el cabello. Otra de
las innovaciones de Poiret fueron las faldas trabadas muy ajustadas y los
vestidos pantalla de lámpara, con sobretúnicas acampanadas bajo el busto.
La popularidad cada vez
menor del corsé coincidió con la creciente lucha por la libertad de la mujer.
En Londres, sufragistas armadas con sombrillas y agujas de sombrero se
defendían de la policía e ingresaban en prisión. En Roma, el papa Pío X
condenaba el hecho de llevar vestidos ceñidos
ante un clérigo y, en EE.UU., las mujeres eran arrestadas por utilizar
bañadores masculinos.
Con la amenaza del
conflicto bélico, la moda no tardó en abandonar su lado frívolo una vez la
sociedad intensificó sus esfuerzos por enfrentarse a un asunto tan serio como
era la guerra.